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Ingeniero psicópata

Conocí a Philip la mañana de un sábado. Estaba tomando a las 11 junto con un adicto a las apuestas de caballos en un bar de mala muerte en el barrio árabe.

En ese momento, me pareció la personas más tranquila del mundo. Alguien que se dedicaba a reparar Sistemas, un geek que no podía socializar con nadie.

Yo había ido a ese bar con María, una chica que estaba buscando algo, no sabía qué, afuera de su pueblo. Nos llevamos bien desde el principio y ese día me invitó a una fiesta con algunos de sus amigos.

Por eso estábamos en el bar a las 11 de la mañana. Había que encontrarnos con un tipo que tenía una camioneta y ahí llevaríamos la comida para la fiesta. Buena comida, cordero del barrio árabe.

Una cerveza, apunta ese caballo. Dos cervezas, métele más dinero, no seas maricón. Para eso hora ya se podía tomar el aperitivo y decidimos movernos al lugar de la fiesta, afuera de la ciudad.

El sitio de la fiesta era un campo abierto con muchos camiones y construcciones alternativas a alrededor. Un lugar de esos en donde viven personas que mandaron chingar a su madre al Estado y deciden no pagar ni agua, ni luz ni nada y vivir en camiones destartalados. Era como un cementerio de máquinas, pero la gente vivía dentro de ellas y había baños comunales.

La hora del aperitivo y la comida transcurrieron sin mayor acción. Me dieron un pollo quemado que compartí con María. Philip comía un poco de cerdo. Todos tomaban. Buen ambiente.

Y después comenzó a caer el Sol.

“Vamos a armar la fogata”, dijo el líder del lugar, Patricio. Un tipo moreno, sin cabellos porque se había metido a revisar un tanque de gasolina vacío con un cigarro en la boca. Estaba ahí de milagro. ¿Quieres dar una vuelta en mi coche? Claro, le dije, vamos. Nos trepamos él y otros vagos. Ahí me di cuenta que el tipo estaba un poco del otro lado. Meterle a 120 su jeep de la segunda guerra mundial sólo para presumir, a campo traviesa, era su manera de decir “aquí yo soy el cabrón”. Y lo era. Los niños de las parejas jugaban al lado de la pista.

Y la fogata iba creciendo. Más bien era una pira. Entre todos le habíamos echado unos 500 kilos de madera, al menos. La gente comenzó a juntarse porque hacía frío por esa época todavía.

Para ese momento ya había llegado buena cantidad de gente. Unas cien personas. Algunos de no sé dónde. Se peleaban por el alcohol. La comida aún no salía, así que estaban un poco impacientes. La fogata tenía al menos 10 metros de alto.

Ahí se nos acercó Philip y comenzó a decir que realmente no le gustaba su trabajo como ingeniero en sistemas, lo que quería era ser doctor porque le gustaba abrir cuerpos. Nos dijo que los nuestros eran particularmente buenos para eso, no muy grandes, poco cabello y firmes. María, que ya estaba alegre, se quedó a platicar con él.

A mí me empezó a hablar una chica que sabía lenguaje de señas. Debió haber pensado que era sordomudo, porque estuvo enseñándome ese sistema por tres horas. Yo sólo le decía que sí. Ella armaba frases y después me las decía lentamente.

La música del evento venía de una combi destrozada. Adentro había un DJ que ponía música tecno metralla. A las 2 de la mañana lo quitó uno de los drogos de la fiesta y puso a Ministry. Conectó su guitarra para compañar y sólo salió ruido. Para eso hora a nadie le importaba.

Tampoco les importaba que la gente estuviera pasando entre lo que quedaba de la fogata. Esa era la diversión, pasar entre las llamas de la fogata. Patricio pasó con el jeep, sólo para divertirse.

Yo me busqué un lugar donde dormir. “Hay una casa en donde no hay nadie. Ahora está vacía porque su dueña no está”. Bien dije. “Sólo busca la llave al lado de la puerta”. Y así fue. Era una micro casa de una hippie que tocaba la batería. Como no había luz, habré chocado diez veces con los tambores. La cama estaba arriba.

Philip desapareció con alguna nueva amiga que encontró. A ella le gustaban los piercings, los tatuajes y todo eso. Fue lo último que supe.

María finalmente sí consiguió lo que buscaba. Ahora vive con él. Tiene una tienda de segunda mano. Es feliz.

Al otro día, un gato se subió a la cama y me despertó. “Y tú que haces aquí?”, me preguntó. “Pasando. Sólo pasando”.

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