En este momento estoy viendo a un escorpión en el techo de
mi cuarto. Estoy frente a la pantalla de la computadora y sé que el animal me
está viendo. Aún así no hago nada. Lo dejo vivir. Es un animal de 10
centímetros, negro azabache, con el aguijón en alto y las tenazas simétricas en
90 grados.
No es por desidia. Lo quiero matar. Pero está en un mundo
inverso al mío. Le puedo aventar un libro y rezar para que caiga en un espacio
abierto. Si le pierdo la mirada y se esconde detrás de la cama la tensión
aumenta al doble.
Es un duelo en el que ni él ni yo vamos a ganar nada. En
este momento acaba de levantar aún más el aguijón y mi cerebro de reptil sabe
que cada segundo que lo deje vivir en mi mismo espacio es un retroceso
evolutivo. El animal sobresale en la pared blanca como un camión de basura en
un desfile de lencería. Sólo que aquí nada es curvilíneo. Aquí hay verticalidad
y trazos blancos, diáfanos. Está justo en un ángulo recto, imposible de
alcanzar o golpear. La marquesina le sirve de fuerte.
¿Cuántas horas piensa quedarse ahí? Seguro me conoce. Sabe
que yo voy a estar horas frente a la pantalla, así que su mejor opción es
esperar la noche e intentar deslizarse hacia una ventana. Tal vez en la oscuridad me brinque encima. No le veo mayor intención de cambiar su propia naturaleza.
Y
así la pasamos.
Lo que no sabe es que me he topado con bichos mucho más
fuertes. De carne y hueso.
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