¿Has llegado tarde a una comida de fin semana con los amigos
y te topas con que la sobremesa gira alrededor de las corridas de toros? Está
el grupo de los pro-violencia, esos los que aseguran que los toros de lidia son
una especie criada específicamente para la tauromaquia y que acabar con las
corridas significaría el fin de este animal. Además, dicen, esta es una
tradición que no se puede perder porque conecta con nuestras raíces más
antiguas y sacras y que en todo caso el torero tiene la misma probabilidad que
el animal de perder la vida dentro del ruedo.
Y siempre—SIEMPRE—aparece el ala de aquellos que claman que
las corridas son una barbaridad, un vestigio del pasado y una apología a la
sangre. Que este tipo de espectáculos no tienen cabida en nuestra sociedad
moderna porque no debemos hacer sufrir a los animales.
Aquí no encontrarán un argumento a favor de una de estas dos
posiciones auto-excluyentes. Amo a los toros por lo que son: animales
imponentes y hermosos. Nunca he estado en un ruedo y no puedo presumir conocer
el rush de adrenalina que dicen los toreros que sienten cuando estás frente a
frente con una bestia de 500 kilos.
Pero sí he visto la fuerza de un toro en acción. O al menos
la de un novillo. Un amigo de la primaria tenía un rancho rumbo a la carretera
a Toluca. Era un rancho lo suficientemente grande como para tener su propio
cortijo, en donde había un enorme toro color café, y algunas vacas y novillos.
Mi amigo era rico. Tan rico que su apellido es una marca de coñac. Así que una
vez al mes su familia nos llevaba al rancho a pasar el día. Ahí vimos Los
Goonies en un proyector de tres colores, jugamos futbol hasta romper nuestras
rodilleras y en general nos la pasamos mejor que cualquier niño jamás podría
desear. (Incidentalmente también vi a su hermana desnuda en una ocasión antes
de meternos a la alberca, pero eso ahorita no viene al caso. Si eres un niño de
10 años, la hermana del amigo que tiene 16 es una diosa carnal, así que el
recuerdo ha quedado grabado en mi memoria). Siguiendo con la historia: mi amigo
tenía un chofer que manejaba una Ichi-Van, un señor de unos 40 años de pelo
negro que vestía pantalones de mezclilla, botas de lagarto y camisas a cuadro.
Creo que se llamaba Alonso. Como en todas las familias ricas de México, este
personaje era el verdadero
encargado de la educación de los hijos de la familia de mi amigo y pasaba mucho
tiempo con nosotros. Ese día en el rancho el coger Alonso decidió darnos una
lección en machismo y capotear una o dos veces al novillo que cuidaban en el
cortijo. Era un pequeño animal de unos 90 kilos, café con leche y motes
blancos. Alonso se metió al ruedo, tomo el capote y gritó que le abrieran la
puerta al novillo. En menos de 7 segundos el animal fijó la mirada en la cadera
del chofer, bajo la cabeza, trotó 15 metros y embistió a Alonso con tal fuerza
que el hombre voló dos metros antes de besar el suelo. Nadie dijo nada después
del incidente; era demasiado vergonzoso. Lección aprendida.
Ese ha sido mi único acercamiento con los toros. Pero sé que
el animal, y la ejecución metódica de éstos por parte de los humanos tiene
tantos significados como para llenar tres tomos del nuevo Larousse ilustrado.
La imagen que ven al principio de esta entrada representa a
la deidad Mithra, la cual pertenece al panteón del zoroastrismo, una vieja
religión persa de al menos 5 mil años de antigüedad. Mithra, dios del Sol y La Verdad, está matando
un toro. Pero no lo está matando por necesidad. Le está clavando una daga en la
arteria carótida, la que controla desde el cuello la irrigación sanguínea a la
cabeza. Además, está clavando su filo en un ataque sorpresa, deteniendo el
hocico del animal para controlarlo. Al lado y abajo del toro hay varios otros
animales: un perro (hambre), una serpiente (vida) y un alacrán muy cerca de sus
testículos (virilidad ardiente). El lomo del animal también detiene algunas
espigas de trigo y otros plantas, reforzando aún más el simbolismo vital de la
escena. Esta es una ejecución ritual, no una muerte gratuita. Cada detalla ha sido
esculpido con intención para decirnos algo.
Las culturas más antiguas han llevado esta escena a la
realidad en distintos niveles. El hombre prehistórico pintaba al hombre en sus
cavernas, casi como un símbolo universal de movimiento y acción. Después, otras
culturas del Levante y después del Mediterráneo comenzaron a realizar algunos
ritos de iniciación imitando a su mejor parecer la escena de Mithra. En el caso
del zoroastrismo, un toro era colocado arriba de una plataforma de sacrificio,
sobre un pozo. Dos dádafos con antorchas, una a la cabeza y otro a la cola, se
encargaban de controlar al animal. El iniciado entonces debía montar al toro,
clavar su cuchillo en la carótida y dejarlo desangrar. El líquido rojo después
corría hacia la fosa, en donde otras personas esperaban con ansia ser bañadas
en la sangre del animal. A veces la ejecución era realizada por un sacerdote y
la sangre era exclusivamente para el niño que en ese momento y gracias al rito
de iniciación, comenzaba a ser un hombre.
El ritual dio giras y vueltas por toda Europa y Asia menor
hasta quedar hoy en día como lo conocemos. Los truenos de Zeus han sido
reemplazados por banderillas, y el pozo ha dado mejor vida a los tercios del
ruedo. El picador tendrá alguna función menos bárbara que asestarle golpes al
lomo del animal, supongo. La memoria ha quedado un poco nebulosa en el yelmo de
Mithra.
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