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La Ninfa de Mar



Neptuno era el dios del mar. Su reino se extendía a los siete océanos, las aguas continentales y los ríos que entrecruzan las tierras donde vive el hombre. A veces su mal humor le ganaba su mejor parte y provocaba enormes huracanes que afectaban a los hombres. Pero la mayoría de las veces simplemente prefería dejar que los humanos y sus súbditos flotaran en sus aguas como mejor les conviniese.

El dios líquido no tenía esposa. Su antiguo amor, Anfítride, se había marchado y ahora vivía Atlas, uno de los titanes más poderosos. Tal vez se alejó del dios marino porque nunca le dio poder sobre las criaturas del mar. Tal vez se fue porque nunca encontraba qué hacer en los pasillos del castillo de Naxos en donde habitaban. El castillo era un Olimpo invertido bajo la superficie del mar. Su hermosura era sólo comparable con los mejores palacios de los hombres, pero aquí en vez de oro y plata, los acabados del castillo acuático eran de perlas, madreperla, caracol y zafiro. Aún así, Anfítride pasaba horas en su alcoba contando los días que había dejado atrás por estar con Neptuno. Antes de partir con él había rechazado al titán Atlas en varias ocasiones. Tal era la belleza de esta musa, la cual rociaba de felicidad todas las casas que visitaba, pues su voz era como un murmullo de harpas que bajan por una vertiente de rocas de río. Neptuno había sido flechado al momento de verla. ¿Qué más podía querer en dios del mar para su castillo que una mujer que hablase su propio idioma? Y así fue durante algunos años, hasta que Anfítride comenzó a darse cuenta de que Neptuno tenía suficientes obligaciones bajo el reino de los Siete Mares como para darle la atención que merecía. El dios no creía en delegar sus obligaciones a sus súbditos. Ya había pasado un episodio bastante trágico con Delfino, uno de sus mensajeros y ahora prefería atender sus asuntos por su propia cuenta, en especial desde que los humanos habían comenzado a pescar con mayor intensidad en su reino. Había que mantenerlos a raya y eso tomaba tiempo. El balance entre la tierra y el agua era un asunto delicado y Neptuno recibía cada vez más presión desde el Olimpo, en donde muchos de los semidioses allegados a Zeus le habían pedido su cabeza. Entre todas estas intrigas debía realizar su trabajo diario, el cual incluía sobrellevar las particiones de los recursos marinos para los cinco continentes del Hombre, lidiar con su palacio, controlar a los tiburones, ballenas y otros gigantes del mar y además corregir las variaciones en el clima terrestre con un poco de agua aquí y un poco de menos agua allá. Anfítride no era su prioridad.

Y por eso, desde hace mucho tiempo, su esposa no cantaba. Un día simplemente decidió no regresar al castillo y la habitación contigua a la de Neptuno. Esto no sorprendió a su marido. Ya lo había presentido desde hace un buen rato. Además, la musa desapareció con sus damas de compañía. Es momento de buscar a una nueva esposa, pensó Neptuno. Una que sienta el mar como yo lo siento, no solamente desde un castillo. Y entonces decidió acercarse a la costa. Los humanos hacían todo tipo de cosas en el agua cerca de sus pueblos. Decía que era fácil enterarse de los más nuevo en estas ciudades de costa, así que Neptuno se acercó un día en forma de gaviota para echarle un ojo a los sucesos del Hombre. Ahí vio una mujer que día tras día iba por agua al pozo del mercado central para llevar agua a su casa. Se llamaba Crinea y era la mujer más hermosa que Neptuno que jamás hubiera visto, en vista de sus ojos de fuego, cabello de seda y cuerpo nubio, como una vasija de talavera. Crinea podía pasar horas enteras viendo hacia el fondo del agua del pozo, lo cual le ganaba las miradas esquivas del resto del pueblo. Su padre nunca había querido que se casara, pues le ayudaba con la casa que su difunta mujer le había dejado. El agua es mi espejo, se decía la joven para sí. Es tan maleable como mis pensamientos, tan profunda como mi voz. ¿Cómo sería vivir rodeada de ella, en el submundo de lo que no es del Hombre? Neptuno escucho esto y decidió que Crinea tenía que ser su esposa. Pero esto no sería tan fácil como un rapto cualquiera. Esta no era una mujer normal. Para que viviera con él bajo el agua primero debía convertirla en ser acuático. Primero cambió sus pulmones. Cuando la joven dormía, Neptuno se convirtió en vapor y dejó que la respirase. En otra ocasión, cuando ella recogía algunos frutos del bosque en medio de los matorrales, el dio marino le dio un beso en el cuello. Crimen sintió una cortada y comenzó  a sangrar. Esta sería la segunda fase de su transformación acuática: las branquias, muy pequeñas, apenas un pliegue en la dorada piel de Crinea. Finalmente, un día que la mujer había sido enviada al pueblo cercano para recoger algunos enseres y había perdido su camino y había llegado a los pies de un río negro y frío, Neptuno la salpicó con la espuma de una cascada. La joven perdió el balance, pues sintió el aliento del dios sobre todo su cuerpo. Tan fuerte fue el golpe al caer al agua que Crinea no sintió cuando su cuerpo comenzó a volverse del color del arcoiris, con minúsculas escamas turquesas.

Cuando despertó, ella estaba en el palacio de Neptuno. Este le pareció el sitio más hermoso que jamás hubiera visto. Desde entonces, ambos recorren lo Siete Mares en las corrientes de calor y de frío que se sienten bajo el lecho del agua junto las sirenas, las hijas del dios y de la mujer convertida en la primera ninfa del mar. 

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