Ciudad de México.- Son
las 09:00 horas de un martes cualquiera y voy con una hora de
anticipación hacia una cita con una empresario español que quiere
entrar al mercado mexicano de los abarrotes. El vino, vinagre, aceite
y el queso que tiene es muy bueno y en Castilla, asegura, lo queman
para no inundar su propio mercado interno y mantener sus precios.
Camino dos cuadras hacia la estación Insurgentes del MetroBús, ahí
donde la escoria social de la Ciudad naturalmente fluye, como si
fuera una gigantesca coladera de 200 metros de diámetro. Trato de
entrar al MetroBús con dirección al Sur de la Ciudad. Delante de mi
hay una hilera de seis personas, cada una con cinco hombres por fila.
Todos quieren entrar, pero tampoco dejan salir a la gente que quiere
bajar. Termino por darme la vuelta y tomar un taxi. La tarifa es 10
veces más cara, pero llego a mi cita a tiempo. El español está
fascinado con México y quiere hacer negocios. Me adelanta sus
propias peripecias con los taxis que ha tomado en la capital. “Esta
es mi Ciudad”, pienso, “la más grande del mundo, vasta, como
todo lo que hay ella, salvo el transporte público, el cual le queda
chico hasta en los días festivos”.
Burocracia versus
tecnología. Los habitantes de la Ciudad de México tienen entre sus
manos una nueva polémica que involucra su tema de charla favorito:
el transporte público urbano modificado por la reciente entrada de
la empresa Uber. Los taxistas de la capital la consideran el demonio;
los pasajeros, una bendición frente al anquilosado sistema
existente. El gobierno de la metrópoli, mientras tanto, apenas
comienza a tomar cartas en el asunto.
En la Ciudad de México
circulan unas 140 mil unidades de taxis. Es la suma de la unidades
llamadas de “sitio”, en donde se llama a una base para pedir su
servicio, o aquellos que circulan libremente por la calle y cualquier
paseante detiene con un chiflido a brazo alzado. Uber ha trastornado
al mercado tradicional que este gremio ha guardado desde hace
décadas. Los viajes que producen sus 30 mil clientes en la ciudad
más poblada del mundo han sido suficientes para levantar la ira de
los taxistas, los cuales han presionado al gobierno para regular este
naciente mercado. Hasta hoy, el debate ha quedado en el limbo.
Uber ha creado los
mismos problemas en
otras ciudades del mundo.
Su estrategia consiste en presentarse, mediante artilugios legales,
como un grupo que da de alta a sus chóferes como proveedores bajo
el esquema de personas morales, en
palabras de su director de operaciones.
En México, dicho esquema permite a personas con automóvil transitar
para dejar un “cargamento” en un destino predeterminado. Al ser
una persona moral (no un ciudadano físico), se evaden los requisitos
para operar como taxi. En pocas palabras, este es un acuerdo de
transporte entre particulares, tal como haría un café al solicitar
la entrega de 20 kilos de azúcar para operar su negocio, previo
acuerdo tarifario. La diferencia, claro, es que los usuarios de Uber
son personas y no objetos. Tal distinción parecería obvia, pero es
el hueco legal que ha permitido a la empresa operar, hasta ahora,
como un servicio de transporte urbano para personas.
La ira de los taxistas
¿De dónde proviene el
enojo de los taxistas hacia Uber? Las razones son puramente
económicas. No cualquier individuo puede operar un taxi en el
Distrito Federal. Para conseguir la matrícula de la unidad se
necesita esperar a que el Gobierno del Distrito Federal publique una
“declaratoria de necesidad”, en donde justifique la concesión de
unidades para este servicio. La última que se realizó este proceso
fue en 2008 (aunque antes de esa fecha ya existían “placas
vitalicias”). La vigencia de dichas matrículas es de 10 años.
Pero al ser un proceso sumamente complejo y tardado, las autoridades
han tardado meses, incluso en años, para entregar los permisos
necesarios a los agentes privados que han pagado, al menos, 60 mil
pesos (unos 3 mil 500 euros) para comenzar a usar un automóvil de
forma legal para este fin. Si sumamos el costo del vehículo y los
gastos que requiere éste para circular de forma adecuada, la cifra
se eleva al menos a 15 mil euros. Las personas que se inscriben como
chóferes en Uber no pagan ninguno de estos requisitos, salvo el
costo de su vehículo, el cual muchas veces es rentado.
El enojo de los
transportistas, entonces, es justificado. Desde hace décadas, el
gremio de transportistas de la capital del país ha sido un botín
político para obtener votos a cambio de prebendas dirigidas a grupos
de taxistas irregulares. Aquellos afortunados en conseguir las
placas, por cierto, también las traspasan a particulares en
transacciones que rondan los 80 mil pesos (unos 2 mil 500 euros).
Afuera de la capital del país, el gremio de taxistas generalmente es
aún más fuerte: en muchas ciudades del país solamente existe un
grupo de taxistas, todos ellos agremiados bajo el mismo sindicato que
promete votos—de facto—a los candidatos del PRI (esta fue mi
reciente experiencia en Chetumal y Bacalar, ambas en el extremo sur
de la península yucateca, en donde la matrícula para operar una de
estas unidades cuesta alrededor de 300 mil pesos! (unos 18 mil
euros), a causa de las jugosas tarifas que cobran a los turistas). El
encadenamiento entre taxistas y partidos políticos tiene décadas
como parte del armado entre corporaciones que realizó el Estado para
asegurar su poder.
Nueve
de cada 10 taxis que tomo acusan a Uber de competencia desleal. Lo
mismo los radio taxis y “sitios”. Unos echan la culpa al
gobierno, otros a los políticos, algunos más osados hasta a los
propios clientes del éxito de la empresa. Todos tienen una opinión
reduccionista que propone limitar, en lugar de activar sus propias
células neuronales para hacerle frente a la amenaza. Ellos llevan la
ventaja: nadie conoce la Ciudad mejor que ellos y nadie tiene tarifas
tan baratas. Pero se resisten. En un lapso de 10 días, por
necesidad, tomo dos carros de Uber. En los dos casos, sus chóferes
no tienen la menor idea del sitio a donde me dirijo, a pesar de que
la Colonia Roma es el lugar más céntrico de la megalópolis. Se les
nota lo verde. Están ahí para sacarle provecho al auto que
seguramente compraron cuando tenían trabajo y ahora deben pagar de
alguna forma. “Mejor salir de chófer que estar en casa echado
frente al televisor”. Mejor aún tomar un mapa para glosar hacia
dónde desembocan las avenidas.
El problema del Gobierno del Distrito Federal
Las autoridades locales
se encuentran entonces ante un problema al que nunca antes se habían
enfrentado. Cuando una tecnología disruptiva modifica costumbres
añejas de grupos de poder el ambiente se rarifica. Aquellos que son
más rápidos que los demás acumulan las mayores ganancias. Todas
las tecnologías del hombre provocan estos cambios: la rueda, el
arnés, el motor de combustión, el teléfono, el internet, la
tarjeta de crédito. En todos los casos, la sociedad ha sido la
primera en acoplarse a los nuevos usos de estas tecnologías. El
gobierno, más bien tarde, ha reaccionado para regularlas.
En este caso, la
situación no es tan fácil de resolver. El mismo gobierno ha sido el
causante de su propio problema al regular con exceso la obtención de
las matrículas para operar un taxi. En el fondo, esto ha significado
trámites y dinero para la Tesorería local, aunque la retórica
oficial ha sido la de mantener la más alta seguridad de los
pasajeros que toman un taxi en la vía pública. Pero dicha
regulación limita la liberación de una actividad que podría
solventarse entre particulares. El control del gobierno ha sido
eminentemente económico. Ahora, si decide otorgar placas a los
dueños de unidades de Uber, se ganará un tremendo problema con los
taxistas legalmente establecidos que han pagado fuertes cantidades
económicas para tener su unidad en regla. La cantidad de horas
hombre perdidas solamente para poder solicitar
los papeles de dichas matrículas legalmente es incalculable.
Los taxistas han
demandado públicamente que el gobierno regule a las unidades de
Uber. Han hecho
manifestaciones, han
copado los medios, han
agredido a los choferes
de esa empresa particular. El gobierno, mientras tanto, se ha sentado
sobre las manos. Los taxistas, cabe mencionarlo, llevan legalmente la
razón. La ley prohibe expresamente que particulares operen unidades
como taxis.
Además, los chóferes de Uber no cuentan con el seguro
contra accidentes de la misma amplitud que forzosamente requieren los
taxis regulares, los cuales tienen un número específico y público
que visibiliza al chófer, su domicilio, su número de unidad y, en
su caso, la empresa para la cual trabaja.
En transparencia,
el gobierno las lleva las de ganar. La puntilla para los chóferes de
Uber queda a expensas de sus usuarios: si bien cada unidad afiliada a
Uber requiere de un seguro para ser operada, las casas aseguradores
expiden sus documentos para autos particulares.
Si el chofer de Uber se llega a accidentar el seguro no pagará los
daños provocados si llega a enterarse de que dicho automóvil era
usado como un servicio de transporte. La lógica subyacente es que un
auto particular tiene mucho menor probabilidad de accidentarse que
uno dedicado al transporte en la vía pública (un
chófer de Uber realiza al menos unos 10 viajes al día).
Otra clara razón en contra: los autos que circulan por la vía
pública no pueden usarse para hacer transacciones económicas por un
servicio específico, a menos que obtengan el permiso del gobierno
para hacerlo. En este inciso, los astutos de Uber han ligado el pago
de su servicio a un sistema digital, en donde ninguna de las
partes—usuarios o chófer—intercambian dinero en efectivo. Dicho
eso, lo mismo se podría hacer un autobús montase un casino rodante
en donde los apostadores juegan con dinero a través de internet
circulando por toda la ciudad. En estricto sentido, la operación es
la misma.
Los taxistas
regulares opinan que los servicios de Uber no compiten directamente
contra ellos. En su gran mayoría, piensan que la compañía pone en
desventaja a aquellos taxis que operan como “servicios ejecutivos”,
una rama de las unidades matriculadas que permite el cobro de
servicios más caros por llevar y traer a particulares en mejores
autos en las zonas más adineradas de la ciudad, como la zona de los
hoteles del elegante barrio de Polanco. La concesión es legal. Los
precios que cobran, mucho más altos en relación a la tarifa de un
taxi común que circula por la calle. “Han
levantado la cloaca que son los servicios ejecutivos”, comentó un
transportista.
Estos servicios especiales pueden cobrar hasta tres
veces más por sus operaciones porque, en su gran mayoría, facturan
para empresas. Pero en algunas de la ciudad son los únicos autos
disponibles, lo que los convierten en un monopolio en donde el
usuario sale perdiendo. Los chóferes de Uber han “cazado” estas
zonas adineradas y alejadas con frecuencia del centro de la ciudad
para hacer su negocio. Aquí se pueden contar: Polanco, Santa Fe, La
Condesa, Las Lomas y algunas zonas al extremo Poniente de la ciudad,
como Cuajimalpa, en donde los usuarios son con frecuencia jóvenes
que bajan al centro citadino para tomar unas copas y regresar hasta
altas de la noche a sus lejanos domicilios. Ahí, sin duda, los de
Uber han taladrado un nicho que resulta en tarifas tres veces menor a
lo que cobraría un servicio ejecutivo o un taxista que se quiera
pasar de listo ante la necesidad de los usuarios. La mayoría de las
veces, los de Uber están sobre demandados. Los taxis ejecutivos
quedan parados, esperando a que un servicio les haga la noche.
De
nuevo, el gobierno lleva parte de la culpa en este embrollo, pues es
el que decide el lugar donde se colocan las “bases” desde donde
saldrán las unidades de taxi para realizar estos cobros más altos.
Esto no quiere decir que no existan bases para sitios más
económicos, simplemente que las autoridades estimaron, en algún
pasado remoto, que los usuarios de esas zonas serían bien
satisfechos con los precios de taxis más caros en caso de
satisfacerse la demanda de los autos más económicos. Jamás
pensaron que un auto podría llegar vía internet a recoger, en
tiempo real, a un usuario con una necesidad de movilización
inmediata y segura.
¿Vale
la pena ser taxista de Uber?
“Sé tu propio
jefe”. Bajo ese lema, Uber ha enganchado a miles de taxistas en
todo el mundo. Es el sueño de toda persona: trabajar a tus propias
horas bajo tus propias condiciones, mejor aún si es con tus propios
instrumentos. Excepto que la compañía mantiene un poco conocido
secreto: hasta un tercio del costo del trayecto de cada viaje se
queda en Uber. Además, el pago para los taxistas es quincenal y
siempre vía traspaso bancario digital. Varios de los taxistas
entrevistados para este trabajo comentaron que el esquema de pago les
parece injusto.
En general, reniegan que la compañía “jinetea”
su dinero mientras ellos trabajan para conseguir réditos que ellos
nunca verán. “Así no vale la pena”, comentó uno de los
entrevistas, quien necesita efectivo constante y sonante todos los
días para operar su unidad. El secreto menos conocido tal vez sea la
forma en que Uber determina las tarifas a cobrar. En casos de mayor
oferta, generalmente a las horas pico de tráfico, las tarifas de
Uber disminuyen
para poder competir contra las otras formas de transporte público.
Esto significa más trabajo para el chófer y, proporcionalmente,
menor paga. Las tarifas también disminuyen
a medida que mayor número de choferes se unen a la aplicación. Esto
lo hace la compañía para que la aplicación gane más adeptos, al
principio. Después, realiza un ajuste en relación al número de
chóferes afiliados. Los que ganan son los usuarios. El esquema de
cobro el altamente especulativo. En Estados Unidos, al menos un grupo
de taxistas está tratando de formar su propio sindicato vía
foros digitales para
evitar la explotación de sus servicios.
Mi propia
experiencia con los taxistas de Uber ha sido poco memorable. Desde
hace décadas soy un asiduo usuario de los servicios de transporte de
la Ciudad de México. Conozco las mejores rutas del metro, metrobús
y vías secundarias para llegar rápido de un lugar a otros. He
conducido lo suficiente como para darme cuenta de que la posesión de
un auto particular es una pésima proposición para cualquier
habitante de “La Bestia” (el nombre que le doy a la urbe). Además
del costo del auto hay que pagar tenencia, verificaciones
anti-polución, servicios de taller y gasolina. A partir de los dos
años de uso, sin importar el modelo o uso que se le dé al auto,
debe comenzar a pasar filtros del gobierno para revisar que los
índices de contaminación que emite el motor sean los permitidos.
Esto implica tiempo perdido y una buena cantidad de dinero dedicada
expresamente a este propósito. La penalidad por no cumplir dichos
trámites en tiempo y forma es una
cuantiosa multa.
Después de ocho años de uso: el auto dejará de circular un día de
la semana. Después de otros tantos, dos días. Eso sin contar los
días en donde la contaminación es tan alta que el gobierno debe
emitir alertas en donde se prohibe circular a los dueños de estos
autos no tan nuevos. La multa por circular uno de esos días es
bastante alta y, en el peor de los casos, implica que el auto sea
enviado a un resguardo gubernamental hasta que el dueño la pague.
Hasta el momento, la única forma de evitar esta saga ha sido la de
adquirir un auto híbrido o uno eléctrico, los cuales no pasan por
la mayoría de los trámites que describí arriba. Desafortunadamente
su costo es altísimo, muy por arriba de las posibilidades salariales
de un trabajador promedio que ve en autos más económicos la
salvación al sobre saturado sistema de transporte público citadino.
La otra posibilidad,
claro, es simplemente caminar. Desde hace poco menos de un año he
decidido dejar de usar el automóvil y caminar a todas partes de la
ciudad, con el ocasional uso del taxi o sitio cuando llevo mucha
prisa. Puedo afirmar que mi vida ha mejorado. He bajado de peso,
duermo mucho mejor, mi estrés ha disminuido y considero que mi mente
se ha vuelto más clara. Esto ha implicado un cambio de vida
completo. Cambiar de domicilio a las zonas más planas de la ciudad y
salir siempre con mucha anticipación para disfrutar la caminata. En
mi mochila siempre va un cambio de zapatos, calcetines y una camisa y
una barra desodorante. Eso, más la laptop, un termo de un litro de
agua y demás objetos han vuelto a la caminata el ejercicio del día.
Ha sido un cambio de vida radical y para bien. Recientemente venció
mi permiso para conducir y no me percaté de ello sino muchos
después. Me he vuelto un evangelista de la movilidad urbana
terrestre con la propia energía que generamos como organismos
biológicos.
Mi propuesta no ha sido
bien recibida. En particular por mujeres y personas adineradas. Para
el primer grupo, el automóvil es sinónimo de seguridad ante
asaltos, hostigamientos de baja ralea y cosas peores. Para el
segundo, sigue siendo un símbolo de estatus. Para la mayoría, el
auto sigue siendo una necesidad y un objeto de culto en la Ciudad de
México. A pesar de los altos costos que implica su uso y
mantenimiento, el grueso de los capitalinos lo busca como una
biuzarra relación amor-odio que deja más momentos malos que buenos.
Pero esos espacios memorables, cuando los hay, logran sobrepasar los
negativos. Es una relación bipolar y sin balance, como la mayoría
de las relaciones humanas.
Regresando a los chóferes
de Uber. Si bien han sido cordiales, no cuentan con la experiencia de
los taxistas tradicionales. Esto puede ser algo bueno y malo a la
vez: si bien no están “maleados” como los taxistas que operan
unidades desde hace tiempo, hay una falta de conocimiento claro de
las principales vías de la ciudad. Un buen taxista de la ciudad
conoce los principales atajos para llevar al cliente en el menor
tiempo posible. Nueve de cada diez veces ese ha sido mi caso. Con
Uber, en los tres servicios que he usado siempre he tenido que
decirle al chófer exactamente por dónde debe circular. A falta de
una mejor palabra, han sido bastante despistados. Rara vez me sucede
eso con un taxista tradicional. Basta decirla la zona a la que vamos
para que tome la mejor ruta.
Yo únicamente intervengo en la parte
final del trayecto para decirle la calle y número que busco. Otra
desventaja de usar Uber: los precios no son tan atractivos como
pareciera. No he notado mayor diferencia entre los precios que ofrece
un taxi de la calle y un servicio Uber. En la más de los casos, el
de Uber es más caro. Con un sitio que ofrece tarifa fija, el precio
es frecuentemente menor, pues el tráfico no afecta la tarifa final
del servicio: con Uber sí, tal como sucede cuando se toma un taxi de
la calle. Son los cálculos mentales que debe hacer todo usuario de
transporte público de la Ciudad de México, sólo que ahora es más
fácil presionar un botón desde el celular y esperar a que el auto
llegue, en lugar de caminar unas calles o llamar a un sitio.
La Ciudad no es de
automovilistas ni de taxistas ni de ciclistas. Los caminantes siempre
lo han hecho suya. Así lo fue desde antes de la llegada de Cortés,
en la Colonia y hasta hace unos 30 años, cuando se comenzaron a
construir más kilómetros de carreteras que de camellones. Ese
cambio trajo consecuencias funestas: a mayor aumento de vías, mayor
aumento de actividad automovilística en ellas. Pero eso importa para
Uber. Ni para el gobierno que quiere resolver el tema tratando de
quedar bien taxistas de vieja guardia y chóferes advenedizos. Un
viernes a las 18:00 horas tomo un transporte público para bajar de
la zona de Santa Fe hacia el centro de la Ciudad. Después de 90
minutos apenas me acerco a mi destino. En ese lapso he escuchado un
partido de futbol, despejado mi mente, enviado cuatro emails y hechos
dos llamadas telefónicas. Me siento extrañamente productivo, a
pesar del encierro metálico. Al lado de mi hay muchos taxis y uno
que otro pasajero de Uber. ¿Cómo vivirán ellos su ordalía de
cemento cotidiana?
El futuro inmediato
El capitalismo salvaje es
Uber. La Bestia lo ha recibido con las piernas abiertas. En el caos
legislativo y urbano que es la Ciudad de México, Uber y otros
servicios prosperan por los recovecos entre la ley que regula y la
ley que propicia el desarrollo de una actividad. El gobierno local ha
llegado tarde a la fiesta y ahora le toca lavar los platos sucios.
Debe decidir sobre un
tema del cual no tiene experiencia previa y cualquier decisión que
tome al respecto resultará, sin duda, arbitraria, basada más en el
cálculo político que el beneficio público. Así es el
capitalismo. Así es el nuevo México que va con la frente en alto
hacia la modernidad y el progreso y, al mismo tiempo, amarra sus
manos a la tradición, la desidia y todo aquello que liga su pasado
a la falta de creatividad. Cualquier persona que visite la Ciudad de
México identificará estos dos patrones al recorrer sus calles. Así
ha sido antes y lo es hoy. ¿Será así mañana?
Comentarios
Publicar un comentario