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Sebastián Lerdo de Tejada y el fin de la República Restaurada


Sebastián Lerdo de Tejada fue presidente de la República de 1872 a 1876. Tras la muerte de Juárez el 18 de julio 1872, Lerdo asumió el interinato en virtud de su puesto como presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Poco después, fue electo presidente por una clara mayoría. En su gobierno, en 1873,  las Leyes de Reforma se elevaron a rango constitucional, lo que provocó la expulsión de algunas órdenes religiosas del país. Es su gobierno inauguró el ferrocarril Veracruz-México, restableció el Senado y el veto presidencial. Se dedicó a fortalecer al Ejecutivo. Obligó a los funcionarios públicos a jurar la constitución, expulsó a los jesuitas, ocupó conventos, limitó la educación religiosa. Tuvo un grupo que lo apoyó desde 1867.


"Es también gracias a la alianza con ese grupo que pueden hacerse dos proyectos muy importantes para México: a) una incipiente Bolsa mexicana de valores y b) ferrocarriles. El ferrocarril México-Chalco y luego el ferrocarril México-Veracruz" Especialmente el primero se pagó vendiendo bonos en la bolsa (lo que ocasionó un escándalo en la prensa de la época porque decían que Lerdo favoreció a sus amigos)"

La importancia de Lerdo de Tejada en la historia del país no es menor. Fue el hombre más cercano a Benito Juárez, quien, tras la intervención francesa, lo nombró simultáneamente ministro de asuntos Exteriores, del Interior, diputado y presidente de la Suprema Corte. Su gobierno continuó con el espíritu de la República Restaurada para intentar llevar el país a la modernidad y la civilización desde el modelo occidental imperante de la época. Lerdo mostró este espíritu al asumir el poder con la Amnistía de 1872, pocos días después de asumir el cargo. Dicha amnistía neutralizó a los generales porfiristas que se habían levantado en 1871 contra Benito Juárez con el llamado Plan de la Noria en protesta de una nueva reelección juarista. 

Los militares rebeldes fueron derrotados por el ejército en diversas batallas, pero el levantamiento sólo cesó al conocerse la muerte de Juárez el 18 de julio de 1872. Ante ese hecho, los inconformes tuvieron que dejar las armas. Lerdo decretó la Ley de Amnistía y removió las condecoraciones y sueldos de los opositores, pero no los mandó fusilar. Ese acto, que al final le costaría, reveló su astucia política y su sensibilidad a las instituciones de corte liberal. Díaz, héroe de la Batalla de Puebla, llegaría bajo otras circunstancias al poder en 1876, pero llegaría al fin. En esta ocasión, Lerdo fue el que buscó sin éxito la reelección, a pesar de que Díaz hizo la revuelta de Tuxtepec antes de plantearse la cuestión presidencial (Díaz, a pesar de ser un héroe militar, no era reconocido como un político sagaz a estas alturas). Vemos entonces indicios del respeto a las garantías individuales.

Tal vez sea por eso que Daniel Cosío Villegas haya titulado su ensayo “Lerdo de Tejada, mártir de la República Restaurada”. En el texto, el autor desmenuza lo dicho sobre Lerdo por algunas comentaristas contemporáneos como Vicente Riva Palacio, Carlo di Fornaro, Zayas Enríquez, Salvador Quevedo y Zubieta, Creelman, Luis Lara Pardo, Nemesio García Naranjo, Ireneo Paz, Ricardo García Granados, Bancroft, Francisco G. Cosmes, José López Portillo y Rojas, Mariano Cuevas, y por último, Calcott.  

En general,  las opiniones sobre su carácter y talante eran negativas. Se le criticó por haber sido seminarista, por ser glotón y afecto a la bebida (pero también por lo contrario), por su aspecto físico, por su voz, por ser pueril, orgulloso, afeminado, por ser mal orador (a pesar de era un orador consumado), por publicar leyes radicales, y otras características ajenas a su habilidad política, las cuales relacionaban con el sigilo jesuita. Al contrario, los comentaristas antes mencionados, dice Cosío, lo enjuician sólo en oposición al legado de Porfirio Díaz; es decir, bajo un fuerte matiz ideológico en su contra.  En estos juicios hay opiniones encontradas, como aquellas en donde se afirma que pasó del apoyo al descrédito popular, cuando en realidad había llegado a la presidencia de forma ordenada, no vehemente. 

Tampoco apreciaron que Lerdo continuara en su gobierno con figuras juaristas y después, al buscar la reelección, los hiciera de lado (lo mismo que a los porfiristas). Al final, el plan no le resultó, pero ¿qué otra opción tenía? Tampoco calculó la importancia del plan de Tuxtepec, la cual consideró lo suficientemente desprestigiada como para no significar una amenaza, en vista de que los rebeldes estaban prácticamente “muertos” en el terreno político, y su cuartelazo era “notoriamente engañoso”, según Cosío. El autor afirma que los constituyentes del  57 optaron por permitir la reelección porque no quisieron limitar el derecho del pueblo a elegir o reelegir a sus gobernantes para no coartar sus libertades. En el caso de Lerdo, tal vez esa postura de “beneficio para todo el país”, ajeno a una facción política, fue lo que al final le costó su propio sacrificio. 

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