Introducción
Durante el otoño del 2015 fueron
publicados diversos artículos periodísticos en donde se criticó la
negativa del Papa Francisco a considerar el sacerdocio femenino. El
tema lo “dejó zanjado Juan Pablo II”, comentó en días previos
a la XIV Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los obispos.1
Pocos sabían que detrás del rechazo papal--Jorge Mario Bergoglio
fue ordenado sacerdote en Argentina por la Sociedad de Jesús--iba
probablemente entremezclada una larga tradición jesuítica que negó
la posibilidad a las mujeres siquiera de pertenecer a una rama
femenina de esa orden. La Compañía de Jesús fue reconocida por el
Papa Paulo III en 1540, aunque Ignacio la había organizado seis años
antes.
[Este trabajo fue realizado para la materia Historia de España, impartida por la Dra. Isabel María Povea Moreno. El curso pertenece a la Maestría en Historia Contemporánea de México de Casa Lamm. El trabajo fue presentado durante el mes de diciembre de 2015. Versión en PDF].
La decisión de excluir a las mujeres
de su organización fue un aspecto crucial de la misma. En efecto, si
se revisan los textos esenciales de los jesuitas redactados por su
fundador, la mujer aparece bajo un prisma misógino nada halagador.
Ahí están las Constituciones (1554), en donde se advierte a los que
desean iniciar en esta formación que por “honestidad y decencia”
las mujeres deben evitar entrar a casas y colegios jesuitas, pero que
no hay problema si restan en las iglesias.2 La excepción existe para
aquellas de “mucha caridad o de mucha qualidad con caridad”,
siempre que “la discreción del Superior podría dispensar por
justos respettos, para que deseándolo entrasen a ver”.3
Ejercicios Espirituales (1548), el otro
texto frecuentemente citado, establece: “el enemigo se hace como
muger en ser flaco por fuerza y fuerte de grado, porque así como es
propio de la muger, cuando riñe con algún varón, perder ánimo,
dando huída cuando el hombre le muestra mucho rostro; y por el
contrario, si el varón comienza a huír perdiendo ánimo, la ira,
venganza y ferocidad de la muger es muy crescida y tan sin mesura”.4
La propia Autobiografía, escrita por el padre Luis Gonçalves da
Cámara entre 1553 y 1555, relata que cuando los primeros jesuitas
llegaron a Roma, Ignacio les dijo: “Es menester que estemos muy
sobre nosotros mismos, y no admitamos conversaciones con mujeres, si
no fueren muy conocidas”.5
Pero
esos documentos no son suficientes para entender las razones
ignacianas. De hecho, el santo tuvo un intenso contacto epistolar con
mujeres de diversas clases sociales a lo largo de toda su vida,
religiosas o no. Las misivas revelan a un hombre muy distinto al que
aparece en los textos fundacionales de los jesuitas. Las cartas que
intercambió con ellas documentan que Ignacio fue un hombre de su
tiempo, pero no por eso abiertamente misógino. Como primer Superior
General de la Compañía, a partir de 1541, e incluso mucho antes de
asumir ese cargo, se muestra dispuesto al diálogo, al servicio y la
ayuda. Es capaz de tratar a estas mujeres como sus equivalentes.
Para
el santo, la mujer es un ser igual de imperfecto que el hombre, el
cual puede acercarse a Dios siguiendo una vida terrenal de virtud.
Para lo que no estaba hecha es para asumir la existencia en una orden
religiosa tal como lo entendía Ignacio de Loyola, siempre con un pie
listo para viajar de un lado a otro del mundo al servicio de Dios.
Además del imperativo de una vida sin ataduras terrenales, distintas
razones culturales, políticas y personales lo llevaron a la decisión
de que la Compañía de Jesús serviría mejor a Dios sin una rama
femenil a las órdenes de los varones de la misma. En este trabajo se
tratarán de delinear esas razones, tomadas de una selección de
cartas que Ignacio intercambió con varias mujeres consideradas como
“hermanas espirituales” de su época.
Aspectos
esenciales de la condición femenina en el Renacimiento
Íñigo
López de Loyola (1491-1556)--después Ignacio--vive con un pie en la
Edad Media y otro en el Renacimiento. Nacido en una familia noble,
pasa sus primero años en el castillo Loyola, municipalidad de
Azpeitia, País Vasco. Es el menor de 13 hijos. Su madre, Doña
Marina Sánchez de Licona, fallece poco después de su nacimiento. En
su joven adolescencia fue enviado a la casa del tesorero de Castilla,
gracias a las conexiones de su familia. Su fervor espiritual le
llegaría en la larga convalecencia de una herida de cañón que le
destrozó la pierna y casi le quitó la vida al luchar contra los
franceses en Pamplona, en el año de 1521.
Durante
su recuperación pedía romances, pero recibió sólo libros sobre la
vida de los santos y de Jesucristo, los únicos disponibles. Este fue
el punto de inflexión que lo transformó en un hombre volcado hacia
la voluntad divina. A partir de ese momento decidiría dejar las
armas y dedicarse a la vida religiosa, una aventura que lo llevaría
por Cataluña, Tierra Santa, Alcalá, Salamanca, París y Roma. En el
periplo conocería a sus compañeros Francisco Javier, Pedro Fabro,
Diego Laínez, Alfonso Salmerón, Nicolás de Bobadilla, Simão
Rodrigues, Juan Coduri, Pascasio Broët y Claudio Jayo. Cabe destacar
que este es también el tiempo de Martín Lutero (1483-1546) y Juan
Calvino (1509-1564), los protestantes más connotados de su época.
Los avances ideológicos de ambos fueron tratados de frenar y
neutralizar por la Iglesia y su Contrarreforma, en donde la recién
formada Compañía de Jesús jugó un papel fundamental.
Ahora
bien, Ignacio nace en una época en donde el discurso europeo
alrededor de la mujer está determinado por su relación con el
hombre y éste con Dios. Hay una necesidad de darle orden al universo
y ese orden implica contener a la mujer en papel bien delimitado
(madre, monja y poco más). Esta mirada es masculina y se ve
reforzada por las fracturas que presenta el Estado ante el embate del
protestantismo. Es una época de violencia y sangre. Estas relaciones
de fuerza, en general, no favorecen a las mujeres. Se abre un
universo entre los sexos, un espacio móvil y tenso en donde “las
mujeres no son ni víctimas fatales ni excepcionales ni heroínas,
pero trabajan para ser sujetos de la historia”.6
Es
decir, quieren dejar de ser objetos, pero la coerción es doble: se
da a través del cuerpo y su misma condición social. Las mujeres
privilegiadas, aquellas con la que trata Ignacio, escaparían
ocasionalmente a este rol al privilegiar el uso del espíritu y el
cuidado de las artes.7
En
esta época la mujer dependía de un hombre prácticamente toda su
vida; primero como padre, después como marido. Su dependencia era
negociada y este modelo aplicaba tanto en las clases altas como las
medias, en donde siempre se pactaba una dote. Cuando no pertenecía a
estas clases se le pagaba poco por su trabajo en vista de que iría
acumulando cierta cantidad para ese mismo fin.8 La finalidad era el
matrimonio. La mujer autónoma era impensable. Así, la mujer adulta,
si no era religiosa, debía ser madre, papel que además incluía la
transmisión de los valores religiosos y las costumbres sociales.
El
Renacimiento también heredó de la Edad Media la actitud hacia el
cuerpo, el cual era propenso a diversos apetitos y múltiples
debilidades. Los ideólogos de la Reforma y la Contrarreforma
siguieron esta misma línea, a pesar del renovado interés del cuerpo
desnudo en ciertas expresiones artísticas. En general, las personas
de esta época vivían con desconfianza y pudor hacia el cuerpo, en
especial en lo referente a su sexualidad. Fue una época castigada
por miles de muertos de sífilis y la peste, el cierre de baños
públicos y burdeles. En respuesta se promovió la sexualidad dentro
del matrimonio, en detrimento de otras prácticas sexuales, tales
como la masturbación y los encuentros casuales.9
Además,
se privilegió el uso de ropas blancas, las cuales eran sinónimo de
buena moral y buena posición social. En cuanto a las mujeres, se ha
establecido que hubo un cambio en el concepto de belleza entre los
siglos XV y XVI. Esto se debió a un cambio de alimentación en las
élites, en donde se optó por guisos hechos con mantequilla, crema y
dulces. Se prefirió a mujeres de caderas más anchas y de pechos
llenos en detrimento de las delgadas, consideradas como pobres.10
La
moda, de la misma forma, se hizo más llamativa para diferenciar las
características sexuales de los hombres y las mujeres; para marcar
límites y jerarquías. La belleza exterior reflejaba belleza
interior, daba carácter y posición social, algo muy distinto a la
Edad Media. Ser bella se convirtió en una obligación: piel blanca,
cabello rubio, labios y mejillas rojos y cejas negras.11 Vemos
entonces que la identidad femenina se manifiesta a través de la
belleza.12
La
educación femenina, cuando no se accede al convento, se limita al
universo doméstico, pues ahí es donde se mantienen y transmiten las
costumbres cristianas. Las hijas de Eva deben tener algo de
educación, en vista de la distancia entre el mundo de los hombres,
ligado al exterior, y la intimidad doméstica. Los religiosos se dan
cuenta de este vacío y focalizan su atención en las niñas. Ella es
la pieza clave que está llamada a transmitir la cultura que abreva
desde la lectura y el catecismo, puesto que es una madre en ciernes.
Pero a diferencia de otras épocas, los religiosos conceden que la
forma de realizar esta práctica se dé a través de la instrucción
controlada a nuevas capas sociales, no sólo a las más
privilegiadas. Algunas órdenes se especializan en educación para
contrarrestar a la Reforma. Es una educación teñida de moral: se
les dan los rudimentos de la lectura-escritura-cálculo y el manejo
del hilo y las agujas.13
Las
vírgenes-mártires adquieren un alto valor social, pues se
consideran más heroicas que los mártires. La virgen se vuelve el
símbolo de libertad a toda costa.14 Y puesto que las mujeres no
pueden ser ordenadas sacerdotisas por la Iglesia, se da una explosión
de reclusas, beguinas, pinzocchere (hermanas de vida en común),
betas, y otras mujeres consagradas a Dios. Aquellas que pertenecen al
clero muchas veces lo hacen a insistencia de la familia, pues ésta
ganaba influencia al momento en que la joven entraba al convento y
ofrecía espacios de socialización para que los padres conocieran a
otras familias adineradas y, claro, a las autoridades del convento.
Muchas
veces, esto requería una dote más pequeña de la que se le daría
el casarse, además de que, tal vez con el tiempo, la niña iría
subiendo la escalera directiva del convento, lo que le redituaría al
padre la inversión inicial.15 En síntesis: “Lo que anima a los
místicos, hombres o mujeres, es el deseo irresistible del más
intenso contacto posible con lo divino, y no con la sociedad que los
rodea. En la mística cristiana, esto significa una relación directa
de amor con un Dios personal”.16
Durante
esta misma época, la condición femenina en España presenta algunas
diferencias con el resto de Europa. En general, a la mujer se
relaciona con lo salvaje, cuando al hombre se le liga con la cultura,
con el mundo. De ahí la creencia del útero insaciable, de la
histeria, que sólo se resuelve con el matrimonio. Como dijimos al
principio, el discurso alrededor de la mujer está dominado por una
visión masculina. Las mujeres no escriben textos públicos, sino
cartas, pues escribir es perder parte de su nobleza. Esta tendencia
hizo que la mujer tuviera un mínimo de libertad y una máxima
reclusión. Cuando no optaba por el convento, se le obligó al
recogimiento, al mundo interior, a la esfera de lo doméstico, a la
lectura de libros devotos. En ese mundo, el confesor masculino se
convirtió en una figura clave. El corolario que nos llega hasta hoy
es que la religiosa española fue una mujer solitaria, en permanente
soliloquio con Dios. Pero a diferencia de sus compañeras en el resto
de Europa, las mujeres nobles hispanas ejercieron mucho mayor
poder.17
La
mujer española del Renacimiento transita entonces entre el hogar y
el convento, siendo la obediencia el común denominador de ambos.
Ante sus inferioridades mentales y peculiares connotaciones
biológicas, según los pensadores más extremos, sólo le queda
aceptar la protección del hombre. Rara vez se considera que deba
cultivar su espíritu, pues es a través del matrimonio como la mujer
alcanza toda su dimensión. Idealmente es silenciosa, responsable,
paciente y dedicada. El universo doméstico de la mujer recibe la
atención de la Iglesia, pues es necesario educarla para que sea una
buena esposa. Como adelantamos arriba, esa educación se limita a
aritmética básica, lectura y escritura, e instrucción religiosa.
Es una mujer que vive, en general, alejada de lo mundano, en donde
dicho alejamiento se alivia a través de lecturas devotas.18
El
horizonte de la casada sólo se amplía al cumplir los mandamientos
eclesiásticos. El convento, ahí donde la mujer tiene cierto poder,
es la sublimación del encierro femenino bajo designio divino, además
de la realización emocional.19 Por eso, como dijimos arriba, la
salud mental de la comunidad religiosa femenina pasa a ser
responsabilidad del confesor. Además, muchas de estas monjas tienen
como modelo a santos masculinos bajo un principio de imitación.
“Dentro de esa misoginia latente, todo lo que proviene de la mujer
levanta recelo”.20
Las razones del rechazo de Ignacio de Loyola para formar una rama
femenina de la Compañía de Jesús
Sirvan
las líneas anteriores para explicar, a grandes rasgos, el mundo en
el cual vivió Ignacio de Loyola. En esencia, vemos a un hombre que
cruzó el umbral de la Edad Media al Renacimiento. Más adelante me
centraré en el diálogo que mantuvo con ciertas mujeres que
consideraba como “hermanas espirituales” y trataré de entender,
desde la visión de un hombre religioso del siglo XVI, sus argumentos
para mantenerse alejado del liderazgo y formación de una rama
femenina de los jesuitas.
Trataré
de limitarme a las evidencias documentales de ese rechazo y evitaré
las interpretaciones psicológicas que algunos autores han tomado
para tratar de entender las razones de Ignacio. Una de estas
versiones propone que la relación que mantuvo a lo largo de su vida
con distintas mujeres proviene, en esencia, de la temprana pérdida
de su madre. Todas las mujeres que se presentaron en otros momentos
de su vida fueron “madres sustitutas”, lo que provocó un trato
con ellas lleno de ambigüedades, ambivalencias, y vacilaciones, en
especial con sus “hermanas”, ligadas a él como la fuente y
fuerza de sus vidas espirituales.21
Antes
de entrar a ese tema, dedicaré unas líneas a la cosmología de la
época en la cual vivió Ignacio, de acuerdo con el texto de Dyckman
et al. Considero que ese contexto es relevante para entender las
respuestas dadas a las mujeres que intentaron realizar una rama
femenina de la Compañía o, en el caso de una religiosa, hacer del
santo su director espiritual. Sintetizo lo escrito por esas autoras:
para entenderlo deberemos centrarnos en una Europa que estaba por
vivir la Revolución Científica, un proceso sumamente complejo que
empezó con la teoría de Copérnico sobre las esferas celestiales
(1543). Antes de esa planteamiento, el pensamiento de los estudios
del Occidente se había basado en las obras de Platón, Aristóteles
y la cosmología del griego Ptolomeo.
Tomás
de Aquino (1224-1274) abrazó el pensamiento aristotélico, asumiendo
la inferioridad y la subordinación femeninas, así como la
cosmología geocéntrica aristotélica y ptoloméica. El mundo
cristiano aceptó esta cosmología porque era compatible con los
escritos bíblicos y, además, proporcionaba balance. Ptolomeo creía
que los planetas eran una serie de esferas concéntricas en donde las
capas menores eran movidas por las superiores. Cada capa se
encontraba inserta en una específica y etérea esfera, la cual la
transportaba. La esfera de las estrellas rodeaba a todas. Así, en la
época patrística y el medioevo, incluyendo el periodo en el cual
vivió Ignacio, las personas pensaban que existía un reino de viento
entre la Tierra y la Luna que era habitado por espíritus demoníacos,
sitio en donde reinaba el diablo sobre el mundo no humano y no
cristiano. Pero en la versión supralunar de Ptolomeo, existía una
región mágica de éter entre la luna y las estrellas, la cual era
inmutable e inmortal.
Esta
scala naturae o “gran cadena”, metafóricamente, proporcionaba
una jerarquía de existencias entre la sustancia incorruptible del
mundo divino, en donde cada una impartía forma y cambio a lo que se
encontraba debajo de ella. En el pináculo se encontraba el primum
movens, aquel que “mueve sin ser movido”. Mientras más lejos se
estuviese de este punto, menor era el ser. Las mujeres se encontraban
hacia la parte baja de la cadena, por arriba de animales y materia
sin vida. El dualismo jerárquico de mente sobre cuerpo era duplicado
en la jerarquía del hombre sobre la mujer y de lo humano sobre lo
animal en la naturaleza. Se entiende entonces que la teología
medieval era una de cosmología geocéntrica.
La
física y la religión se encontraban unidas, lo que proporciona una
visión del mundo estática, jerárquica, dualística,
antropocéntrica y androcéntrica. Sin embargo, antes de la teoría
de Copérnico se instalara, la mujer había tenido cierta “protección
metafísica” al estar ligada simbólicamente con la Tierra. Eso
cambió cuando la teoría de Copérnico comenzó a popularizare y el
Sol, no la Tierra, se hizo el centro del universo. Esta visión
mecanicista del mundo resultó aún más perjudicial para las
mujeres. La idea no cambiaría a pesar de los avances físicos de
Newton. A partir de esta época el cosmos se volvió una máquina sin
vida. La mente racional se volvió el ser esencial, mientras que la
materia, la naturaleza y el universo se convirtieron en objetos para
ser explorados y dominados. La naturaleza entonces podía ser
subyugada y manipulada. La mujer, a la cual aún se identificaba
literal y simbólicamente con el mundo natural, también debía ser
analizada, subyugada y manipulada, pues no distaba mucho de ser un
objeto más.22
“La
conciencia cultural y los paradigmas científicos de la época
afectan la forma en que los humanos articulan sus experiencias y
responden a preguntas sobre su propio significado. Ignacio reflejó
su tiempo en su visión del cielo y la tierra, la persona, los
orígenes del mal, e incluso de las imágenes de Dios”.23 La
obediencia absoluta que Ignacio tuvo con la Iglesia y el papado sigue
esta misma línea de pensamiento. Está dispuesto a admitir que
aquello que ve blanco, creerá ver negro si la Iglesia así lo
determina.24
Como
adelanté al principio, Ignacio no vive como un individuo aislado. Es
un hombre “relacional” y esos nexos incluyen mujeres que, con
frecuencia, le ayudaron en distintas etapas de su vida para alcanzar
éxito personal, espiritual y apostólico. Algunas de aquellas
mujeres de clases acomodadas que le ayudaron solicitaron su entrada a
la recién formada orden. De cualquier forma, sus peticiones fueron
rechazadas. En este texto sólo me centraré en este grupo, una lista
que incluye a nueve casos de distintas mujeres, algunas de ellas sin
nombre, otras como parte de un grupo. En esencia, las mujeres
esperaban un acercamiento más profundo con Jesucristo, ligado a las
acciones y no sólo a las palabras.
Tampoco
abordaré el caso de Juana de Austria (1535-1573), la única mujer
que vivió como un miembro secreto de la orden bajo el nombre de
Mateo Sánchez. La que también fue Regente de España, una figura de
gran poder en su época, fue admitida bajo distintas condiciones
exclusivas por ser una “persona especial”. El alcance de este
trabajo se limita a aquellas “hermanas espirituales”, la mayoría
de ellas de clases acomodadas, que fueron rechazadas tras hacerle una
solicitud. El espacio de este trabajo me obliga a pasar por alto la
influencia de las mujeres de su infancia y adolescencia que, sin
duda, influyeron en la vida de Ignacio tras la muerte de su madre. Me
refiero, por ejemplo, a María Garín, esposa del herrero que vivía
a unos pasos del palacio Loyola, y quien también fue su nodriza.
Tampoco se puede olvidar a Magdalena de Araoz, esposa del segundo
hermano mayor de Ignacio y antigua dama de compañía de la reina
Isabel, la cual recibió herencia de la casa Loyola y se convirtió
en la dama de la misma.
Ella
fue quien lo introdujo a los textos Vita Christi , de Ludolfo (c.
1300-1378), y La Leyenda Dorada, del hagiógrafo Vorágine
(1230-1298) durante su convalecencia tras la batalla en Pamplona que
le hirió la pierna. Salve decir que las mujeres relacionadas con
Ignacio e influenciadas más tarde por sus enseñanzas espirituales
provenían de distintas clases sociales: realeza, nobleza, clases
intermedias, campesina y aún estamentos menores. Algunas de ellas le
escucharon rezar y enseñar. Otras tuvieron un contacto más personal
e individual con Ignacio y le dieron ayuda financiera y política. A
cambio esperaban acceder a los recursos espirituales que Ignacio y su
Sociedad ofrecían.25
Comparto
la opinión de Lacouture cuando dice que la fascinación que Ignacio
ejerce sobre el sexo opuesto “va acompañada siempre de exigencias
posesivas, de la reivindicación de 'derechos', a sus ojos prematuros
o infundados (lo que familiarmente se llama 'acaparamiento'), que le
parecen que atentan contra la total libertad de acción de sus
'soldados' o 'francotiradores', por definición masculinos”.26
La
carta que dirige al Papa Paulo III, en 1547, coincide con esa línea.
Dos años después, el pontífice aprobaría la bula Licet Debitum
para desmarcar a la Compañía de cualquier obligación de
convertirse en una autoridad religiosa con las mujeres. Dejo un
extracto de la carta de Ignacio para adentrarnos en su pensamiento,
en donde establece que “un impedimento pequeño en el principio con
el tiempo se convertirá en considerable”:
Por consiguiente, los citados suplicantes de Vuesta Santidad os imploran humildemente en estos términos: después de haber considerado lo que procede, a fin de poder continuar con más libertad según el propósito de su vocación y la disposición que aprueba la institución de esta Compañía, que se decida y se ordene para siempre, que de ahora en adelante, los suplicantes antes citados no estarán obligados a aceptar monasterios ni casa de monjas o de hermanas ni de otras mujeres que vida en común bajo obediencia ni de otras deseosas de servir al Señor de las virtudes; que estos mismos suplicantes estarán eximidos de y librados del cargo de recibir bajo su obediencia, como se dice arriba, a las citadas mujeres: que deberán ser y sean para siempre eximidos y liberados de semejante cargo...”.27
Para
estas fechas su relación e intercambio de palabras con mujeres ya le
habían provocado problemas. Causan la envidia, por ejemplo, de los
dominicos en Roma, quienes lo acusan en 1547 de tener conversaciones
íntimas con las mujeres e ir a sus casa con la excusa de
convertirlas. Lo mismo la Casa de Santa Marta, un asilo romano para
mujeres arrepentidas, que trae la ira de los franciscanos y a los
amantes de esas mujeres, muchos de ellos hombres notables. Algunos lo
calificaron como el serrallo de los jesuitas.
Ignacio
se da cuenta de estos problemas y decide atajarlo haciendo un
reglamento: cuando se asistiera a casa de una mujer, siempre se debía
ir con un compañero, presente durante todo el tiempo de la confesión
y de preferencia sentado en un lugar del mismo cuarto, pero en donde
no pudiera escuchar la conversación. Además, la habitación siempre
debía tener luz y permanecer con la puerta abierta. Y claro,
recomendaba siempre ser reservado ante las mujeres, ya fueran de baja
o alta condición. De hecho, en 1553 le pide a los confesores de la
orden despedir rápidamente a las mujeres tras ser confesadas.
Vayamos
a los nueve casos delimitados arriba. Considero que,
independientemente de la negativa de Ignacio de Loyola para con estas
mujeres, sus cartas revelan su humanidad. De las 7 mil misivas que
envío, sólo 89 fueron dirigidas a hijas de Eva.28 Pero el hombre
tiene un problema: quiere expandir a la Sociedad, pero no quiere
incluir a las mujeres para que queden bajo sus órdenes. Quiere
ofrecerles una alternativa entre la casa y el convento. Por eso busca
mujeres que le sean leales en cuerpo y alma (sólo cedió una vez por
cuestiones políticas, como muestra el caso Juana de Austria).29
A
pesar de que muchos de sus contemporáneos le insistieron en aceptar
una rama femenina de los jesuitas, el santo siempre los rechazó. Su
negativo se hizo tajante tras el caso de Isabel Roser, como lo
explicaré en breve, que concluyó en la primavera de 1547. Poco
tiempo después de esa experiencia solicitó la ayuda papal para la
emisión de la famosa bula Licet Debitum. Después de esa fecha,
argumenta en sus negativas que así lo ha decidido el Papa. Unos años
antes de morir robustece ese argumento citando las propias
Constituciones de la Compañía. El razonamiento es simple: primero,
porque la Sociedad se debe a Dios, sobre todo al principio de la
misma en donde tiene pocos miembros y algunos enemigos; segundo,
porque se le prometió al Papa que serían móviles, yendo de una
parte a otra del mundo. Aún así, antes de su muerte exploró la
posibilidad de formar una “Compañía de Señoras” que fuese como
una “tercera vía” para damas nobles y pías que quisieran vivir
una vida religiosa afuera del convento, pero dedicadas al trabajo
caritativo y social, tal como hicieron algunas mientras él vivió,
mas sin afiliación o etiqueta.30
A
continuación cito cada uno de los casos. La fuente más usada para
explicarlos será el libro de Hugo Rahner. Se desconocen las fechas
exactas de la vida de las mujeres.
1.
Isabel Roser. Ella fue una mujer catalana de alta posición social
que, tras la muerte de su esposo, decide visitar a Ignacio, en Roma,
en el año de 1543. Hace esto porque Ignacio le debe un apoyo
incontable, tanto para él mismo como para su Sociedad. De hecho, a
estas alturas Roser se considera como parte de la Compañía. Ignacio
entonces la canaliza para que ayude en la Casa de Santa Marta, en
Roma. Pero, tras dos años de insistencia, antes de la Navidad de
1545, le pide al Papa que convenza a Ignacio para que la acepte como
“jesuitina”, a lo que el Papa accede. El santo se ve forzado a
aceptar la decisión papal, pero poco tiempo después, en 1546,
libera a las mujeres de sus obligaciones en la Compañía, tejiendo
en paralelo la petición de bula papal ya citadas varias veces. Al
final, tras un episodio de enojo y decepción, Roser se reconcilia
con Ignacio y acepta entrar a un convento franciscano en Barcelona.
Ahí sería feliz, actuando bajo la guía espiritual de Ignacio. El
caso Roser es importante porque desencadenó varias peticiones de
otras mujeres de la misma época y de otras ciudades europeas para
integrarse a la Compañía, pero además motivó al santo a tomar
medidas tajantes para que dicho episodio no se volviera a repetir.
Las peticiones de las demás mujeres fueron incluso impulsadas por
otros hombres de la Compañía, ignorantes de la decisión de Ignacio
que resultaría en la bula así como en las Constituciones.
La
relación de Roser con Ignacio ofrece algunos elementos adicionales
para entender su enojo al ser liberada de la Compañía. La mujer
formaba parte de la nobleza catalana y pertenecía a una de las
familias más influyentes de Barcelona. Un día encontró a Ignacio
enseñando el catecismo en la calle que daba a su casa. Esto sería
poco después de que el santo resolviera dejar su vida pasada en el
castillo Loyola. Roser y su esposo lo invitaron a cenar. Desde ese
momento, ella se convirtió en su principal benefactora en Barcelona,
París e Italia, lo que Ignacio le agradeció extensamente, como
revela la correspondencia con ella. Ella y sus compañeras, también
amigas de Ignacio, fueron una parte esencial en el financiamiento,
organización y administración de la Casa de Santa Marta. De hecho,
en 1544, ella y otras mujeres de Barcelona, incluyendo a Vittoria
Colonna, una amiga de Miguel Ángel, ayudaron a amueblar la Casa. En
la Navidad de 1545, Isabel y dos de sus compañeras, Lucrezia di
Bradine y Francisca Cruyllas, pronunciaron sus votos ante Ignacio en
el altar de la iglesia de Santa María della Strada, en Roma. Este
acto establecía, al menos en principio, la orden femenina de los
jesuitas. Pero en abril de 1546, como dijimos arriba, Ignacio
solicitó al Papa Paulo III que le retirasen a estas mujeres los
votos. Se aludieron causas económicas, políticas y personales. Es
de notarse que Ignacio mismo le escribió a Isabel una carta en donde
ella renunciaba a sus votos. El 1 de octubre de 1546 le entregó la
misiva en donde decía que debía “apartarse de ese cuidado”,
siendo ella hija espiritual en obediencia.
2.
Teresa Rejadella. Fue una monja catalana del convento de Santa Clara
en Barcelona que deseó ser parte de los jesuitas. Ignacio la conocía
al menos desde sus años como estudiante en Barcelona, por lo cual se
volvió su guía espiritual. En sus cartas se revela sus enseñanza
espirituales. Al menos desde 1536 había intercambiado cartas con
ella. En los textos le dice que debe evitar las armas del enemigo
para evitar las tentaciones: la vanagloria, la falsa humildad, una
consciencia laxa. También le recomienda recibir la comunicación una
vez al día. Coincide con ella cuando le dice que las condiciones de
los monasterios femeninos en la capital catalana, en efecto, son
deplorables. Los religiosos de esa demarcación le dicen a Ignacio lo
mismo, que lo más lógico sería ayudarles al dejarlas unirse a la
Sociedad. En las cartas se habla de muchas personas que confluyen en
los intereses de las monjas, las cuales ven en la aceptación de
Ignacio la solución a todos sus problemas. En el monasterio,
mientras tanto, hay un conflicto entre la nueva abadesa y las monjas,
las cuales están siendo presionadas para salir. Teresa está a favor
de una reforma a los conventos; la nueva abadesa, no. El problema
toma matices legales en Cataluña. Teresa le comunica todo hasta Roma
a través de sus cartas. Lo hace de forma insistente. Finalmente, el
5 de abril de 1549 Ignacio le explica lo siguiente, cerrando
cualquier posibilidad de unirse a los jesuitas:
[...] la autoridad del Vicario de Cristo ha cerrado la puerta contra nuestro gobierno o superintendencia de religiosas, algo que la Sociedad le rogó desde su formación. Esto en vista de que se ha juzgado que sería para el mayor servicio de Dios nuestro Señor que tuviésemos la menor cantidad posible de ataduras para que pudiésemos ir en obediencia hacia donde nos llamasen las necesidades del Soberano Pontífice y nos llamasen las necesidades de nuestros vecinos...Me gustaría que confiase en mí en este tema, creyendo en el interés de aquello que todos buscamos, que es el mayor servicio a Dios nuestro Señor, y que no es correcto para nosotros hacer lo que usted desea, aunque, si ciertas responsabilidades religiosas hubiesen de ser asumidas, sería usted antes que ninguna otra persona a quien se le ofrecería nuestro ministerio. 31
Cabe
resaltar que Ignacio declinó a pesar de que Teresa y su grupo
dijeron contar con el apoyo del líder provincial de los jesuitas en
España, así como una propiedad y los apoyos financieros y
familiares para construir un convento. Pero Ignacio permaneció
inamovible; resistió dar cualquier apoyo práctico para esa obra.
3.
Sebastiana Exarch. La noticia de la aceptación de Roser a los
jesuitas voló rápidamente a España. Esta rica mujer de Valencia
también solicitó unirse, sin que su esposo lo supiese. Conocía
bien los Ejercicios Espirituales de Ignacio. Al terminarlos, rogó a
Ignacio ser admitida en los jesuitas para servir a Dios “a pesar de
su 'despreciable condición de mujer', pero Ignacio la rechaza. En
esta época estaba a la mitad del asunto Roser.
4.
Isabel de Josa. También es parte del grupo de Roser. Es otra señora
de una de las familias más ricas de Barcelona. Al final decide no
unirse a la misma empresa jesuítica de Roser, tal vez previendo el
desenlace de ese cometido a través de las cartas que había
intercambiado con Ignacio.
5.
Juana de Cardona. Otra mujer de Valencia que había hecho los
Ejercicios Espirituales. Le insiste en varias cartas a Ignacio, pero
él la rechaza. Cardona le dice incluso que está dispuesta a
seguirles hasta la India. Al final muere después de trabajar en un
hospital para pobres, ayudándoles a conseguir comida y apoyo.
6.
Jacoba Pallavicino: Mujer rica de Parma. De nuevo, se basa en lo que
sucedió con Roser para tratar de entrar a la Compañía. Ignacio le
responde que las reglas de la orden no lo permiten.
7.
Las damas Pezzani. Es en Modena, Italia, donde las mujeres con dinero
hacen algo del tipo de la “Compañía de Señoras” que Ignacio
había esbozado. Ellas entonces le hacen la petición para entrar
formalmente a la Sociedad. Al no recibir respuesta, las mujeres del
convento de Modena se unen a la Compañía sin haber recibido el aval
ignaciano. El santo las rechazó poco después.
8.
La anacoreta de Salamanca. Aquí Ignacio rompe su regla que le
prohibe darle dirección espiritual a las mujeres religiosas. Esto
fue en 1547, sólo un año después de haber finalizado el asunto
Roser. Se piensa que conoció a la mujer desde 1527, cuando él
estaba en Salamanca. Hay pocos datos de esta mujer, la cual permanece
anónima.
9.
Bartolomea Spadafora. Fue una abadesa de un convento cerca de
Messina, Italia, otro de los que quería reformarse. Ignacio le
recomendó hacer los Ejercicios y le dijo que enviaría a alguien
para escuchar sus confesiones. Las cartas continúan y ella le dice
que ha avanzado en los Ejercicios. Ignacio le agradece y recuerda de
forma sutil que hasta ahí debe permanecer la relación, que no
habría mayor acercamiento a sus “deseos espirituales”. En una
carta fechada el 22 de febrero de 1550 le dice: “Me contenta que
este pío oficio continúe siempre y cuando sea compatible con
nuestro instituto y sus necesarias ocupaciones. Somos de la opinión
que esto satisface a su Majestad Divina...los padres seguirían
sirviéndola hasta donde puedan, y hasta donde se ha hecho en el
pasado”.32
Como
corolario, podemos decir que estas mujeres, a pesar del diverso apoyo
que dieron a Ignacio y a la Compañía, aún “estaba constreñidas
por una cultura que limitaba el potencial de las mujeres, y en
ocasiones incluso internalizaron esas limitaciones”.33
En
todo caso, independientemente de clase o situación social, las
mujeres que se acercaron a Ignacio y la Sociedad buscaron “más”
de lo que la cultura de ese momento estaba dispuesta a darles. No
debe sorprendernos, entonces, que los mensajes y las negativas de
Ignacio—todo al mismo tiempo--les causaran conflicto, ambigüedad,
sentimientos de liberación, deseo divino, y sufrimiento.34
Es
cierto que la mayoría de las mujeres arriba mencionadas pertenecían
a estratos altos de la sociedad y que ese factor, por sí sólo, les
abrió distintas oportunidades que otras carecieron, siendo la
conexiones sociales y religiosas un factor decisivo para intentar
encontrar satisfacción y plenitud en su trabajo y un sentido de
pertenencia que, en su momento, Ignacio agradeció y valoró.35
Sin
embargo, se debe resaltar que, en general, las mujeres no se vieron
favorecidas en el Renacimiento de la misma forma como sí lo fueron
los hombres. Se redescubrió al hombre, pero no a la mujer.36 Ignacio
hizo eco de ese sentimiento al considerar que una rama femenina de
los jesuitas lo ataría a un lugar y la dirección espiritual de las
religiosas le traería más problemas que beneficios, tal como lo
había observado en otras órdenes religiosas. Formó amistades con
ellas con objetivos apostólicos en común. Así entonces, “no
debemos medir a Ignacio de forma anacrónica con los estándares de
hoy [...] Ignacio utilizó redes de relaciones personales tanto de
hombres como de mujeres para cultivar su trabajo hacia la Iglesia”.
37
Comentarios finales
Considero
que de esta forma han sido esclarecidas, aunque sea en parte, las
complejas decisiones que Ignacio de Loyola tuvo que realizar durante
su vida. Hasta el día de hoy, muchas de esas siguen siendo tachadas
como oscurantistas, retrógradas y misóginas. Pero los documentos y
opiniones presentados hasta aquí dan forma a un hombre mucho más
difícil de clasificar. Una persona “de su época” que trató de
resolver problemas abstractos con soluciones tangibles, ancladas en
la realidad de su sociedad, en la cual la cabeza de la mujer era el
marido. Esa relación discurría, sin duda, a otros recovecos del
trato hombre-mujer, en el cual la justa recompensa de la virtud era
una acción nacida del honor, como lo entendía el mismo Ignacio.
Dicho
eso, es necesario decir que la mayoría de las mujeres del tiempo de
Ignacio no podía personificar la misión esencial del carisma
jesuítico, pues estaban en un convento si eran religiosas, o no
religiosas si no estaban en un convento. Ignacio rechazó su entrada
a la Sociedad por razones de movilidad.38
Además,
los trabajos de los primeros jesuitas resultaban peligrosos (India,
Japón) y poco propicios para una mujer, acción que lo obligaría a
prescindir de muchas de las intenciones de la Compañía.39 Se debía
tener prudencia con las palabras y cuidado con los sentidos, vías
posibles para el pecado, una razón más para separar los sexos,
siendo el recogimiento y la renuncia a lo mundano las cualidades más
apreciadas para comenzar a entender la pureza.40
Dicho
pensamiento, en Ignacio, era acción obligatoria para hombres y
mujeres, pero sólo los primeros podían seguirlo bajo el rigor que
él les exigía.
OBRAS CITADAS
-
BEDOYA,
Juan G. “Por qué no mujeres sacerdotes”, en El
País,
publicado el 29 de septiembre del 2015, revisado el 6 de diciembre
del 2015 en el URL
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en
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de las mujeres. Del Renacimiento a la Edad Moderna. Los trabajos y
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(Georges Duby & Michelle Perrot, dirs.), Tomo V, Ed. Taurus,
España, 1993, 286 pp.
1Juan
G. Bedoya. “Por qué no mujeres sacerdotes”, en El
País, publicado
el 29 de septiembre del 2015.
2Cons
3:266 14, Constituciones
de la Compañía de Jesús,
disponible en el sitio www.documentacatholicaomnia.eu
3Ibid,
3:267 L.
4[325]
12a regla, Ejercicios
Espirituales Ignacianos,
publicado por el Centro Pastoral Universitario de Nicaragua,
disponible en http://www.uca.edu.ni
5Inciso
97, Autobiografía,
publicado por la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús,
disponible en www.sjmex.org
6Zemon
Davis, N. & Arlette Farge. “Introducción” en Historia
de las mujeres. Del Renacimiento a la Edad Moderna. Los trabajos y
los días (Georges
Duby & Michelle Perrot,
dirs.), Tomo V, Ed. Taurus, España, 1993, pp. 13-14.
7Ibid,
p. 15.
8Olwen
Hufton. “Mujeres,
trabajo y familia”
en Zemon Davis & Farge, Op.
Cit, p. 24.
9Sara
F. Matthews. “El
cuerpo, apariencia y sexualidad”
en Zemon Davis & Farge, Op.
Cit, p. 67.
10Ibidem.
11Ibid,
p. 78.
12Ibid,
p. 117.
13Martine
Sonnet. “La educación” en Zemon Davis & Farge, Op.
Cit, p. 132.
14Elisja
Schultz van Kessel. “Vírgenes
y madres entre cielo y tierra. Las cristianas en la primera Edad
Moderna” en Zemon Davis & Farge, Op.
Cit,
p. 172.
15Ibid,
pp.
174-190, passim.
16
Ibid, p.
196.
17
Reyna Pastor. “Mujeres en España y en Hispanoamérica” en
Historia
de las mujeres. Del Renacimiento a la Edad Moderna. Discursos y
disidencias
(Georges Duby & Michelle Perrot, dirs.), Tomo VI, Ed. Taurus,
España, 1993, pp. 269-274, passim.
18
Palma Martínez Burgos. “Experiencia
religiosa y sensibilidad femenina en la España Moderna” en
Historia
de las mujeres. Del Renacimiento a la Edad Moderna. Discursos y
disidencias
(Georges Duby & Michelle Perrot, dirs), Tomo VI, Ed. Taurus,
España, 1993, pp. 309-310.
19
Ibid, p. 312.
20
Ibid,
p. 319.
21
William W. Meisner. Ignatius
of Loyola. The psychology of a saint.
Ed. Yale University Press, Nueva York, 1992, p. 271.
22Katherine
Dyckman et al.
The Spiritual
Exercises reclaimed. Uncovering liberating possibilities for women,
Ed. Paulist Press,
Nueva York, Estados Unidos, 2001, pp. 91-94, passim.
23Ibid,
p. 95.
24Ibid,
p. 311.
25Ibid,
pp. 30-31.
26Jean
Lacouture. Jesuitas
I. Los Conquistadores,
Ed. Paidós, Barcelona, 1993, p. 231.
27Ibid,
p. 255.
28Hugo
Rahner. Saint
Ignacius Loyola, Letters to Women.
Ed. Herder Druck, Alemania Occidental, 1960, p. 1.
29Ibid,
p. 251.
30Ibid,
p. 261.
31En
Rahner, Op.Cit,
p. 355, traducción propia.
32En
Rahner, Op.Cit,
pp. 373-374, traducción propia.
33Dyckman,
Op. Cit, p. 44.
34Ibid,
p. 46.
35
Olwen Hufton. “Altruism and reciprocity: the early Jesuits and
their female patrons”, en Renaissance
Studies, vol. 15,
núm. 3, 2001, publicado por The Society for Renaissance Studies,
Oxford University Press, p. 353.
36
James W. Reites. “Ignatius and ministry with women”, en The
Way,
(verano 1992), publicado por Jesuits in Britain, Oxford, Inglaterra,
p.14.
37Ibid,
p. 17.
38
Lisa Fullam. “Juana, S.J.: the past (and future?) status of women
in the Society of Jesus”, en Studies
in the spirituality of Jesuits,
vol. 31, núm. 5, noviembre 1999, publicado por The seminar of
Jesuit spirituality, Misuri, Estados Unidos, p. 30.
39Javier
Burrieza Sánchez. “La percepción jesuítica de la mujer (siglos
XVI-XVIII)”, en Investigaciones
históricas: Época moderna y contemporánea
, núm. 25, 2005, publicado por el Departamento de Historia Moderna,
Contemporánea y de América, Periodismo y Comunicación
Audiovisual y Publicidad de la Universidad de Valladolid, España,
p. 90.
40Ibid,
p. 97.
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